Fedayina ¡¡¡HARTA DE MI!!!

Sí, estoy harta de mi. Todavía no sé lo que hago aquí. Tengo que reflexionarlo antes de lanzarme en una de mis largas disertaciones. Por el momento, le echo la culpa a Kokele.

Mi foto
Nombre: Sofia
Ubicación: México

Mi mejor descripición es "Loca", pero no de manicomio.

12/02/2006

El Origen

Para que Nassim y Yassid conozcan sus orígenes.
Khalil
El abuelo Khalil llegó al Nuevo Mundo cuando corrían los últimos años de la década de 1880. Era hijo de una adinerada familia de Belén, en la Palestina del Imperio Otomano, cuando los turcos hacían levas para integrar a los más jóvenes a su ejército. Tuvieran o no recursos, los paisanos se las arreglaban para sacar a sus hijos de la tierra, por muy amada que fuera, con tal de que no se sumaran a las filas de un ejército al que veían como invasor. Por eso la masiva llegada de árabes a América, principalmente de Líbano, a finales del siglo XIX y principios del XX.
Khalil nació en una sólida casona de piedra con siglos de historia. Estaba justo enfrente de la Iglesia de la Natividad, donde según cuenta la leyenda religiosa estaba el pesebre donde nació Jesús. La vieja casona ha desaparecido, fue expropiada por la alcaldía por allá de los 1960 para ampliar la plaza de la Natividad.
Imagen del viejo Belén. La casa familiar de Khalil se erigía justo enfrente de la Iglesia de la Natividad. Está en la parte izquierda, delante del minarete, es la más alta que forma una esquina y sobresale en la plaza.
La cárcel marcó al abuelo a su llegada al Nuevo Mundo y, cuatro décadas después, cuando prácticamente salió huyendo de México. Y no es que Khalil fuera un criminal, no, fue su carácter impetuoso e impulsivo –“Soy terco y turco”, era su lema—lo que lo enredó en situaciones por demás inusuales y hasta surrealistas.
Cartagena de Indias, Colombia, fue el primer suelo americano pisado por el abuelo. Tenía entonces unos 17 años. Aunque no era muy alto, sí tenía una figura fuerte, rostro adusto, muy colorado de piel, de cabello rubio rojizo y ojos azules. Justo saltó del barco que lo trajo a América desde sus lejanas tierras, decidió dar una vuelta por el purto para conocerlo.
Una multitud que daba alaridos incomprensibles para el joven palestino estaba agolpada en un terreno circular. Y hacia ahí guió sus pasos. Era la plaza de toros, construida de sólida madera, era domingo y la corrida estaba en su momento estelar, con “¡olés!” y expresiones de asombro y júbilo que salían de la garganta de los espectadores. Pero Khalil en su corta vida jamás había escuchado hablar --y mucho menos visto-- de la “fiesta brava”.
Su cerebro, a través de los ojos de un extranjero venido de un mundo por completo distinto, lo único que pudo registrar fue que un menudo jovencito, vestido con ropas raras, estaba siendo acechado por una enorme bestia.
En un afán redentor, Khalil arrancó un madero de la valla que rodeaba el terreno circular de la plaza y sin más brincó al ruedo y ¡se puso a perseguir y a golpear con toda su fuerza y su alma al toro! Y ahí estaba el menudo torero esforzado en dar la faena de su vida, la bestia que arremetía contra el mantón rojo que lo azuzaba y el robusto forastero arremetiendo a maderazos contra el animal.
--Sólo quería salvarlo, y la gente no hacia nada, yo no sabía que era una corrida de toros, creía que iba a matar al muchachito--, platicaba el abuelo en su maltrecho español porque nunca pudo quitarse el acento de baisano.
La policía arremetió contra él y sin miramientos a su origen y a su imposibilidad de comunicarse en otra lengua que no fuera el árabe, lo llevó a la estación de policía. La fiesta brava en Cartagena de Indias era cosa seria e interrumpirla arremetiendo a golpe de madera contra el toro era un delito. La sentencia: una noche en prisión. Y así pasó Khalil su primera noche en América, tras las rejas.
Sufiye
Las huellas de Khalil a su llegada América se hacen un poco difusas. La familia sabe que vivió en República Dominicana, que se dedicó, como la mayoría de los árabes, al comercio y que llegó a ser alcalde del poblado donde vivía. También se casó, tuvo dos hijos, Khalil y Guarde, y enviudó.
Tendría ya sus 30 años cuando decidió que no quería estar solo y emprendió el largo viaje a su tierra para casarse con una palestina. Al parecer, el matrimonio ya estaba arreglado, a la usanza árabe, por las familias vía correo.
Sufiye, la abuela, hizo su aparición unos días antes de que Khalil se casara. Ella no era la prometida, era una desconocida para los ojos del abuelo. Un día, sentado en la iglesia de la Natividad, el abuelo le echó un vistazo a la jovencita que estaba sentada en la otra fila de bancas. Y lo que vio le gustó porque el abuelo sin más rompió el compromiso y se puso a indagar quién era.

Las mujeres de Belén solían vestirse con trajes negros y velo blanco cubriendo el cabello colocado sobre una suerte de cucurucho que le daba una forma triangular. Las mujeres casadas lucían en su tocado las monedas de oro que sus padres habían entregado en dote.

Sufiye estaba por cumplir los 15 años y estudiaba en un colegio alemán. Era de piel muy blanca, de cabellos y ojos castaños de mirada bondadosa. Según mi padre y gente que la conoció, soy la viva imagen de ella.
Pese a que le doblaba la edad, Khalil se casó con Sufiye y la llevó consigo al Nuevo Mundo. No regresó a República Dominicana. Su destino era Honduras, donde la mayoría de las familias árabes ahí asentadas son de origen palestino. Pero el destino y una epidemia quiso que la frontera estuviera cerrada y los recién casados permanecieron en Belice, entonces llamada la Honduras Británica, a la espera de reiniciar su camino.
La frontera con México estaba a unos pasos. Y al abuelo lo convencieron de que se fuera a dar una vuelta a un poblado que estaban a punto de fundar porque había mucho futuro con el comercio y la explotación del árbol del chicle. Khalil accedió y se fue a dar un vistazo y en ese pueblo del lado mexicano conoció a un almirante que había sido enviado a un estado del sureste, entonces territorio federal y cárcel de los opositores de Porfirio Díaz, para poner orden entre los mayas, aún sumidos en la guerra de castas, y evitar que la bahía fuera refugio de barcos piratas.
El almirante, que acabaría de compadre, terminó de convencer al abuelo para que se afincara en ese pueblo que sería fundado con el nombre de Payo Obispo.

Payo Obispo
Era 1904, año de la fundación de Payo Obispo. Los abuelos ya se habían asentado ahí, estaba en construcción una casa hecha de la mejor caoba que esa tierra podía dar. Los que la conocieron –la consumió el tiempo y un huracán—dicen que era majestuosa, de casi toda la manzana y se asemejaba a un barco por su hilera de pequeñas ventanas redondas en lo alto que asemejaban escotillas.
Orgulloso, mi padre siempre cuenta y muestra un libro de la historia de la fundación del pueblo el cual documenta que en la acta que dio nacimiento a Payo Obispo, y que aún existe resguardada en el reloj de la plaza principal, están estampadas las firmas de Khalil y Sufiye, ésta con su apellido de soltera porque pese a su juventud ya se denotaba su carácter firme.

Imagen del Pontón Chetumal, nave histórica de la Armada de México que, al mando del Almirante Othón P. Blanco, llegó en 1899 a resguardar la Bahía de Payo Obispo de los contrabandistas ingleses. El pueblo tomaría después el nombre de la nave.

Sufiye, cuyo nombre significa "sabiduría", era una mujer única para su época. Era sumisa en apariencia, pero con un don de mando con el que estableció un matriarcado en la familia. Su imagen misma refleja esta dualidad.
En una fotografía antes de que diera a luz a su primer hijo, Zufiye luce dócil en su vestido negro, de cuello alto adornado con rosarios y collares, mangas largas estrechas, el delgado talle marcado y de larga falda en línea “A” que cae pesada para el caluroso clima de la costa del Caribe. El desafío brota en la postura, en la mirada: una mano está en la cintura en un gesto casi coqueto, haciendo gala de la curva en la cadera; la otra permanece recargada en una silla, los dedos extendidos, se expresa con ellos en un son de alegato; el rostro muestra la barbilla en alto, retadora, y mantiene los ojos fijos en la cámara, cómo inquiriendo e incitando a la lente que la observa fijamente.
La abuela dio a luz en Payo Obispo a cinco hombres y cuatro mujeres, de las cuales dos murieron de pequeñas. Y como la casa era bastante amplia, el abuelo Khalil dio cobijo a una hermana viuda y sus hijos, que habían vivido en Chile; a otro hermano, también con su prole, a la tía Guarde, que era hermana de la abuela, y a cuanto paisano que venía de Belén y buscaba techo temporal o permanente.
Cuentan que un auténtico batallón se sentaba a la mesa, atendida por Mrs Thompson, una adorable negrita de Belice cuyo hijo era el inseparable compañero de travesuras de Saleh, mi padre.
Al ser “baisanos”, los abuelos no tenían otra ocupación que el comercio, una enorme tienda llamada “El Nuevo Mundo” que vendía toda una variedad de mercancías traídas del Viejo Mundo. Ante la dificultad de abastecerse de productos del centro del país –cuentan que tomaba más de un mes viajar a la Ciudad de México desde el pueblo pues había que tomar un barco hasta Veracruz y de ahí en tren—, el abuelo se iba unos tres meses a Europa por mar y se abastecía de mercancía para un año.
Pese a la diferencia de edades y al machismo de la cultura árabe, en la casa familiar se estableció un matriarcado en el que doña Sufiye decía la primera y última palabra. Ella se encargaba del negocio mientras el abuelo, cuentan los del pueblo, se la pasaba sentado en la banca de un jardín leyendo viejos periódicos en árabe y fumando un cigarro tras otro –Khalil era ahorrativo, decía que sólo usaba un cerillo al día porque con el mismo cigarro que se consumía encendía el siguiente.
--Vayan con doña Sufiye--, solía decir el abuelo cuando alguien le llegaba a plantear algo sobre el negocio.
Muchas décadas después, el recuerdo cariñoso de los abuelos, sobre todo de Sufiye, sigue fresco en el pueblo. Cuando niña, un señor, a mis ojos un verdadero anciano, cada vez que me veía no desperdiciaba la oportunidad para decirme que me parezco físicamente a la abuela y cuán bondadosa era.
“Una vez de niño entré a la tienda y doña Sufiye me vio descalzo y me regañó. Yo le decía que mis papás no tenían para comprarme zapatos y ella entonces me dijo con voz fuerte, porque era una señora bondadosa pero con don de mando: ‘Pruebate unos y póntelos, cuando se te acaben vienes por otros’. Yo le respondí que no tenía dinero para pagárselos y ella me dijo que no me los estaba cobrando”, me contaba el señor Angulo.
Por aquella época, al no haber agua potable, se consumía agua de “curvato”, que era una suerte de tinaco que se alimentaba del agua de lluvia a través de canales instalados en los techos de las casas. Sólo las familias pudientes tenían los famosos curvatos y la casa de los abuelos contaba con varios y mientras la mayoría hacía negocio vendiendo la cubeta de agua, los abuelos la regalaban.

Adiós a México
Sufiye también era algo así como la curandera del pueblo. Aliviaba a los enfermos con preparados de hierbas y dicen que tenía unas manos benditas y suaves para sanar heridas profundas y molestias musculares. Y tampoco cobrara por esos servicios. Incluso los soldados destacados en ese entonces territorio federal, que contaban con servicio médico, buscaban a mi abuela para que los curara.
Este respeto y este cariño que se ganó la abuela entre la tropa le salvó la vida a mi abuelo en el preludio del adiós a México.

Ya nadie de la familia vive en Payo Obispo, pero el reloj de la plaza central resguarda el acta de la fundación del pueblo con las nombres de puño y letra de Sufiye y Khalil como fundadores.

Soldados entraban y salían a “El Nuevo Mundo” con la historia de que “el gobernador dice que si no le manda una caja de vinos y de whisky, que se las apunte y luego se las paga”. Por supuesto, la deuda nunca era saldada y el abuelo aguantó hasta que descubrió que era víctima de un “robo hormiga”.
La bodega de la tienda colindaba con el cuartel y las paredes eran de simple madera. Los abuelos empezaron a notar una sutil pero progresiva falta de mercancía, sobre todo de bebidas alcohólicas, y un día descubrieron que había una madera que hacía de muro y estaba muy floja, fácilmente se podía quitar y volver a poner. Era el pasadizo que utilizaban desde el cuartel para sacar de vez en cuando alguna caja de esto o lo otro.
Khalil se puso furioso y fue con el gobernador a reclamarle el pago de la cuantiosa deuda que el gobernador militar tenía con “El Nuevo Mundo”. Fuera de sus casillas, el abuelo se hizo de gritos con el abusivo gobernante, que insistía en pagar con los viejos bilinbiques, sin valor alguno, herencia de los sucesivos gobiernos post-revolucionarios. Khalil le exigía que le pagara con pesos oro.
--¡Es usted un terco! –le lanzó el gobernante militar a Khalil.
--¡Soy terco y turco!—, le remató el abuelo antes de írsele a golpes.
--A éste se lo llevan a la cárcel y me lo fusilan al amanecer—, consiguió ordenar el militar cuando los soldados le quitaron de encima al furioso turco, como entonces se le llamaba a los árabes por haber pertenecido al Imperio Otomano.
El abuelo por segunda vez en su vida fue a dar tras las rejas en suelo americano.
Fue un soldado el que le fue a dar la terrible noticia a la abuela.
--¡Doña Sufiye van a fusilar a su marido en la madrugada!
Ya caída la noche, la abuela fue a la cárcel y con voz rotunda les habló a los soldados.
--Liberen a mi marido--, les dijo con voz firme.
--Pero doña Sufiye si lo soltamos ahora nos metemos en problemas con el gobernador—le alegaban los militares.
--¡He dicho que lo liberen!—les advirtió la abuela sin rastro de temor en la voz.
Mi padre dice que mi abuela era una mujer con un rostro lleno de dulzura pero con un don de mando que nadie se atrevía a contradecirla.
Y los soldados obedecieron a la mujer, soltaron al abuelo, que se fue a esconder al Río Hondo, que hace frontera con Belice. Ahí se quedó, viviendo con los mayas, durante varias semanas. Los tíos mayores le llevaban comida y ropa. Un día, de noche, Khalil agarró una barca, navegó por el río y cruzó la frontera.

Era 1924 y el abuelo, tras pasar 20 años en Payo Obispo, tuvo que decir adiós para siempre pues jamás volvió a poner un pie en ese pueblo que tanto había amado.
Khalil terminó establecido en Honduras. La mudanza duró dos años y mi padre, con tan sólo seis años, también tuvo que despedirse de su “patria chica”, como cariñosamente llama a su estado.
Mi abuelo jamás se olvidó de México. En 1938, cuando la expropiación petrolera, envió una generosa cantidad de dinero para contribuir con el Estado a saldar la indemnización a las petroleras inglesas.
Sufiye tuvo dos hijos más en Honduras. La familia vivió por ahí de los 1940 en la Ciudad de México, pero Khalil jamás se encontró a gusto en la gran ciudad y regresó a Honduras en un adiós definitivo a México.
Unos años después, Sufiye regresó a la Ciudad de México pero sólo para morir. Fue trasladada desde Honduras para recibir atención médica de emergencia luego de que una apendicitis derivó en peritonitis. La iban a trasladar a Estados Unidos, donde se empezaba a utilizar la penicilina, pero no hubo tiempo. Murió plácidamente, se despidió de sus hijos, cerró sus ojos y se quedó como dormida, aunque ya había partido.
Los restos de Sufiye hicieron un viaje previo al definitivo hasta Honduras, donde había permanecido mi abuelo durante la enfermedad. Cuentan que fue un funeral muy emotivo, que toda la gente humilde del pueblo la acompañó en procesión hasta el cementerio porque, al igual que en Payo Obispo, su bondad le ganó el cariño de todos.
Khalil guardó riguroso luto y justo en el día 40 de la muerte de Sufiye, el abuelo se fue a dormir. Mi tío el mayor, que había estudiado medicina, lo checaba todas las noches. Su estado de salud era excelente.
Pero Khalil ya no despertó, dormido se fue a alcanzar a Sufiye en un último viaje.